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Nadie podrá evitar que el visitante venga a La Rambla para saber de la tierra y el barro, de los viejos botijos y las jarras, del agua fresca rezumando por los vientres redondos de los cántaros y las vasijas blancas de los arrieros.
La Rambla no podrá ya ser nunca un pueblo misterioso, un lugar que aparece, sin que tu lo esperases, al borde del camino. A La Rambla se llega porque se la conoce, su nombre unido ya al blanco amarillento del barro, al vidriado moderno del azul y del verde, del amarillo, el negro y el marrón. Sólo después, tras el velo colorista y tradicional de su cerámica, se descubre y se ama al pueblo.
Y a La Rambla llegamos por la N-331, desde la Cuesta del Espino a Málaga, a unos 3 kilómetros de esta carretera y a 41 de la capital. El pueblo se nos abre en la cima de un cerro suave y alargado, en plena Campiña cordobesa, donde se unen y separan las rutas del olivo, la vid y el cereal. Y a la misma entrada, comienzo de nuestro paseo, el primer signo de la modernidad y la tradición, el polígono industrial de Los Alfares: talleres del automóvil y del mármol, el trabajo de la forja con faroles y rejas, la maquinaria agrícola, la piscina municipal... Y, no podían faltar, las primeras industrias de cerámica; al frente, la de Santa Ana, con exposición abierta, en la encrucijada que va a Puente Genil y Montalbán. Es ésta zona de expansión y aquí se ha construido una escuela taller que lleva, cómo no, el proyecto de una sección universitaria de cerámica.
Junto a la industria que traen los nuevos tiempos, la vieja producción del aceite y del vino, afamado este último, con la denominación de origen Montilla-Moriles, representado aquí también por las bodegas Sillero, Hnos. Lucena, Agüera y Santa Gertrudis. En medio de las dos primeras, la cooperativa aceitera de Nuestro Padre Jesús Nazareno.
Seguimos la carretera y circulamos por la Carrera Baja. A la derecha, la fábrica de harinas San Lorenzo, altas torres cilíndricas, cárceles faraónicas que almacenan el cereal entre las paredes de cemento de sus silos. Ya se divisa desde aquí, no muy lejana, la torre de las Monjas, y a la izquierda, en la distancia, asoma apenas la torre de la parroquia de la Asunción. Frente a la fábrica de harinas, la plaza del Pilarillo o del Pilar, antiguo pilón o abrevadero a las afueras, ahora de piedra artificial, antesala de un barrio reciente, las Casas Nuevas, con sus calles simétricas y nombres de pintores, de poetas, de músicos y artistas.
Y sobre todos ellos, el recuerdo y el nombre de Alfonso Ariza, polifacético y total, a quien su pueblo ha dedicado una casa-museo con su nombre y su obra, rica y plural, legada por él a su Ayuntamiento. Frente a este barrio, la discoteca Murgis, nombre que evoca y nos recuerda el que pudo tener La Rambla en tiempo de los túrdulos.
Sigue y sigue esta calle larga y vamos conociendo, a la derecha, la caseta municipal, el Centro de Salud, las naves donde se celebra una gran exposición de alfarería en la feria del pueblo, la casa-cuartel de la Guardia Civil y, ya al final, casi en la esquina, la torre del antiguo convento de la Consolación o torre de las Monjas, torre hoy solitaria, del siglo XVIII, que levanta su fuste largo de ladrillo tallado, sobre todo en su segundo cuerpo de campanas, cuadrangular su base y rematado airosamente todo el conjunto por un templete octogonal, veleta y pararrayos donde termina la perfecta verticalidad de esta atalaya.
Frente a la torre de las Monjas, al final de la Carrera Baja, doblamos a la izquierda por la calle Consolación. Vamos buscando la iglesia y el convento de los Padres Trinitarios, los antiguos Redentores Descalzos, en el ensanche que todos conocen con el nombre de Llanos del Convento. La calle Consolación es calle empinada como la que rodea al convento por la parte posterior, la Cuesta de los Frailes, y en las fachadas de sus casas la variopinta y multicolor decoración de los azulejos nos hace recordar la portada tradicional de las casas del pueblo, dos ventanas bajas, dos arriba simétricas y, encima de la puerta, balconada central con la reja que la envuelve y la cierra.
La iglesia y el convento se construyeron a principios de siglo XVI y fue monumento grande e importante, el principal de la provincia trinitaria en tierras andaluzas, según cuentan las crónicas. Aquí estuvo Cervantes y aquí oía sus misas durante el tiempo que le duró su cargo de cobrador de impuestos y alimentos para la Armada Real. Aquí también su salvador, fray Juan Gil, el trinitario que lo rescató en Argel de las manos del turco. Aquí reyes y reinas, infantes y políticos en los años revueltos de las Cortes de Cádiz. Hoy la fachada del convento está en ruinas, hileras de ventanas nos hablan de una comunidad que debió ser numerosa, sencilla puerta principal tachonada de clavos grandes en estrella. Y tras la puerta, columnas y pilares en el suelo, el abandono y la soledad. A veces resulta ya demasiado tarde rescatar y dar vida de nuevo a lo que fue motor y brillo de un lugar y hoy sólo la leyenda o tradición, historia almacenada en los archivos.
La iglesia del convento merece visitarse. Tiene jaspe rojizo y columnas de mármol negro en el altar mayor, rica imaginería policromada de la escuela sevillana y granadina, la huella de Martínez Montañés en el Niño Jesús de calamina, el Nazarenito, como lo llaman en el pueblo, el bello retablo del Sagrario, rococó del XVIII, Santa Lucía, la pintura en cristal de la Virgen de Belén. Y sobre todas, la imponente figura del Cristo de la Expiración, hoy en el altar mayor de la iglesia parroquial. Nadie puede olvidar que tan valiosa imagen estuvo en esta iglesia trinitaria y, en la Semana Santa, todos los Viernes de Pasión, se producía el encuentro del Cristo y de su Madre frente a los muros de este templo.
Junto al convento, las adelfas, las yucas, los rosales, otra placita arreglada y limpia con sus naranjos, palmeras y arriates. Al fondo, el antiguo solar de la Casa del Pueblo y las escuelas de la Inmaculada, colegio de niñas cuando aún nadie hablaba de coeducación. A la izquierda, la calle de las Flores, calle en ángulo recto, con dos arcos al fondo, sombra y frescor los días del verano. Hoy sólo conserva de otros tiempos mejores las alcayatas para las macetas, rastros de enredaderas que debían componer artesonados de verdor de una pared a otra, casitas de pequeño zaguán que guardan, a la izquierda, las típicas jarritas de La Rambla, jarras tradicionales de cuatro picos, el barro puro y blanco, sin decorado alguno. Volverá la calle a los colores y a las flores; sólo se necesita una mejor conservación del muro a la derecha, ahora descuidado y de espaldas a ester rincón tan típico.
Saliendo de esta calleja, a la derecha, la calle nos llevará a los espléndidos Jardines de Andalucía, antiguas escombreras y laeras, terraplenes hoy felizmente recuperados para el descanso. Nosotros doblaremos a la izquierda, por la calle Iglesia. Desde aquí, la torre del Castillo, la iglesia parroquial, el Ayuntamiento, el Hospital. En el comienzo de la calle ya es posible admirar el enorme caserón que hoy forman las casas 28 y 26, que aún continúan por la 24 y 22 doblando en el rincón por la calle Cervantes. Estamos en el lugar que llaman de los poyos, alto desnivel con maceteros, hermosas arquerías cegadas en la parte superior de las casas, rejas de fundición y balconada, cristaleras al fondo, tras la puerta, cancela con artística reja, variedad de enrejado en toda la fachada, hermoso conjunto ahora dividido en diferentes casas.
Muy cerca la torre del Castillo, torre del homenaje de la vieja fortaleza árabe que hubo en el pueblo, fuertes muros de argamasa y almendrilla, planta cuadrada y altura actual de 18 metros. Desde el interior se pueden adivinar sus dos plantas hundidas, su robustez y enorme altura primitiva. El castillo y sus murallas debieron constituir el núcleo primero de la población; de aquí creció hasta las zonas más elevadas del Calvario y desde aquí hicieron guerra contra el rey, ya en época cristiana, los señores Gonzalo y Fernando González de Aguilar. El viejo torreón pertenece hoy al Ayuntamiento y es de esperar sea conservado y destinado a usos culturales para su protección.
Desde esta torre sin corona, a la iglesia parroquial de la Asunción. A esta hora del mediodía el templo está desierto, pero te prende pronto el barroco y la talla del Cristo de la Expiración, el instante final de la agonía, el tiempo de la muerte. La iglesia primitiva se remonta a la Reconquista, aunque reformada después en el XVI y el XVIII. Tiene tres naves sustentadas en pilastras y arcos de medio punto, bóvedas de aristas en las laterales y de medio cañón en la central.
En la penumbra salpicada de flores del altar mayor una mujer se mueve despacito, diluida entre las sombras. Es Julia, la señorita Julia, muy popular en este pueblo, toda una vida dedicada a los demás y a la parroquia. En la entrada del templo se recuerda que en el 91, el domingo 29, casi finalizando el año, el Papa le concedió título de benemérita, y el propio obispo vino para entregárselo delante de sus amigos y paisanos.
"El día anterior no quisieron que viniera yo a adornar el templo. Me lo dijo don Juan: Tú te quedas en casa. Y me dieron la sorpresa, vaya si me la dieron. Todo resplandecía como en los días de fiesta grande" - nos dice Julia, fresco aún el recuerdo de este acontecimiento.
Salimos de la iglesia y buscamos su fachada principal en la popular plaza de la Cadena. La plazoleta es un bello rincón donde refulgen la bella portada plateresca, la torre de ladrillo y esa palmera solitaria, apunte también ascensional en este conjunto artístico y sagrado. La portada pertenece al plateresco cordobés, abundantes y ricos los elementos decorativos, fusión de un gótico tardío de agujas y pináculos y un renacimiento presente en todo el monumento. La torre se estira en un primer cuerpo liso separado del cuerpo de companas por cornisa de piedra, todo el conjunto rematado por un templete que termina en un airoso capitel en forma de pirámide hexagonal. Muy cerca, el hospital del Santísimo Cristo de los Remedios, dos patios hermosísimos, zócalos de azulejos, lugar de cobijo y de reposo para la tercera edad.
Desde la plaza de la Cadena, calle Silera al frente y el mercado de abastos, nos vamos a la izquierda hacia la plaza de la Constitución, bellos jardines junto al Ayuntamiento y los juzgados. En el centro, una palmera y, rodeando su tronco, una jaula donde saltan pajarillos tropicales y periquitos. Coronando la jaula, un palomar.
Esto es el "jardín de los Pajaritos"-me dice Juan Cañete, alguacil, que charla aquí animadamente con sus vecinos-. Los juzgados fueron primero iglesia y luego Ayuntamiento. Los sótanos, grandes y profundos, están bajo el suelo de este jardín.
Al lado del juzgado, el confortable Hogar del Pensionista y el edificio de usos múltiples con salón de actos y biblioteca.
Paseamos por los jardines, dos fuentes de cerámica con las jarritas típicas nos hacen recordar que estamos en tierras de alfareros y de artistas, adornados los bancos con jarrones también fabricados aquí. Juan Cañete sigue hablando de historia, nos quiere demostrar sus conocimientos:
El Ayuntamiento actual fue antiguo granero, salón del pósito. Aquí se guardaba el trigo y se cobraban los impuestos. ¿Sabía usted que Cervantes estuvo aquí recogiendo grano y cobrando tributos para el ejército?
Y uno recuerda estos pasajes del ilustre escritor, sus viajes por caminos y pueblos requisando el trigo y el aceite, la inevitable cárcel, quizá la génesis del Quijote en esta época de trotamundos, conocedor de ventas y posadas, conversador con todo tipo de gentes y de clases sociales.
Desde este jardín alegre y sombreado de los Pajaritos, pasado el Ayuntamiento, doblamos a la derecha por la calle San Sebastián. Allí, casi en la esquina con la calle Bachiller, está el taller de cerámica Guadalquivir de Leonardo Pedraza Jurado. En las naves se exhiben las piezas ya acabadas, se trabaja manualmente en el esmalte y los colores, a un lado los tornos y los hornos eléctricos y de propano.
-"Mi padre era alfarero", dice Leonardo. Se estableció aquí en el 36. Era cantanero, Francisco el Cantanero, y hoy tres hermanos somos alfareros. Antes se vidriaba poco. Sólo se hacía el botijo blanco, el dornillo, la jarra de cuatro picos, la botella, la botija aplanada para el carro o la caballería, las jarras para el agua y para el vino.
-Pero los tiempos han cambiado.
-Han cambiado mucho. La cerámica pàra uso doméstico casi ha desaparecido, no del todo, porque todavía hay alfareros que se siguen dedicando a los botijos. Pero la mayoría hacemos ya cerámica ornamental. También ha cambiado mucho la maquinaria. Antiguamente se utilizaban hornos morunos alimentados con leña de olivo, madera de carpintería y paja, muy importante para el color banco del botijo rambleño. Ahora el de propano se utiliza para el bizcocho o primera cochura, a unos 1.040 grados, y el horno eléctrico para el vidriado a unos 980 grados.
-¿Y cómo ven el futuro?
-Creo que se ha tocado techo. Hay que abrir nuevos mercados. Se ha venido celebrando una exposición en los días de feria. Pero es una exposición de fiesta y de premios a la mejor pieza. Las exposiciones deben ser permanentes y hacer una de tipo comercial a principios de temporada, a partir de enero, que es cuando llega el comprador a La Rambla para luego vender la mercancía en el verano. Y hay que crear una escuela taller para encontrar un estilo propio, porque tenemos una mezcla de estilos sevillano, granadino, de Talavera, etc.
Frente al taller de Leonardo está el de su hermano Bartolomé Pedraza. Su propietario está sentado a su torno tradicional de alfarero artesano. Sus pies mueven el eje con habilidad de años y de genes, y sus húmedas manos se adaptan a la arcilla de la que surgen formas nuevas.
-Yo trabajo mucho los cántaros y las macetas vidriadas. Mi padre trabajaba los cántaros tradicionales, la cantería del Manoplas la llamaban. Debía ser por sus grandes manos, digo yo.
-¿Y ese barro?
-Aquí hay un barro rambleño, siempre lo ha habido cerca del pueblo. Se traía hasta las pilas, se amasaba con los pies y luego se almacenaba, ya sin agua, en una habitación del taller. Ahora se utilizan otros barros: el de Manises, que ya se fabrica aquí, el barro rojo de Gerona, que se usa poco, y el murciano, que no se puede vidriar. Hay un barro para el trono y otro barro para el collage o piezas hechas con molde.
Dos hermanos, dos fases diferentes de la alfarería: la modernidad, el empuje empresarial y técnico de Leonardo, y el taller de Bartolomé, donde se conjugan tradición y vidriado, el torno primitivo, todavía el íntimo contacto de la mano y el barro, las líneas creciendo entre los dedos, el movimiento circular de las viejas máquinas, los grandes macetones en verde y en azul.
Desde los talleres retrocedemos por San Sebastián, para tomar la calle Ancha: al fondo, la espadaña de la ermita de la Concepción, abierta el día de Santa Ana. Por la calle El Palo llegamos a la plazuela de San Lorenzo, patrono de La Rambla, con imagen moderna del mártir, obra de la escultora Carmen Osuna Luque. Vamos buscando el Calvario, subiendo largas calles en cuesta. Antes de doblar por Olivar, al frente. la calle Saltaella, donde se encuentra la casa-museo del artista local Alfonso Ariza. Ya en la calle Olivar, la casa 79 es casa antigua que, irremediablamente, pronto desaparecerá y, con ella, la original rejería de sus ventanas. La número 57 es ya casa remozada pero sigue conservando la típica disposición. Muy cerca, el taller de la Radio local, y en la calle del Campo, la casa de Correos. Por aquí sube Nuestro Padre Jesús Nazareno el Viernes Santo, por la mañana, partiendo de la iglesia conventual del Espíritu Santo. Sube la imagen y recorre de nuevo su camino tradicional, a través del parque del Calvario; a la derecha, el Polideportivo, y a la izquierda, el instituto de BUP Tierno Galván.
A la entrada del parque, a la derecha, en pendiente pronunicada, el camino que lleva a la fuente del Abad, la fuente l’abá, como la llama el pueblo, gran explanada para el recreo, agua abundante y fresca en los pilares, antiguos lavaderos, romería a este lugar el día de San Isidro, peroles y meriendas, siempre corriendo el agua al olor y a la sombra de los eucaliptos.
Entramos en el parque para visitar la ermita del Calvario, la ermita de la Virgen de las Angustias y el Cristo de la Humildad. Pasean los viejos por el albero del parque, los rodean chiquillos en triciclo y bicicletas. La ermita, en alto, está cuidada, arriates y flores, se rompe la armonía del conjunto por la seta invertida de los cercanos depósitos de cemento.
Desde la ermita, cruzando la carretera de circunvalación, nos vamos a la calle del Espíritu Santo, donde se encuentra el convento de las monjas, la iglesia que guarda a Jesús Nazareno, la talla que hiciera el famoso escultor Juan de Mesa a principios del siglo XVII.
Bajando por la calle del Espíritu Santo, a la derecha nos encontramos un rincón pintoresco: la plazuela de la Virgen del Pópulo, Plazuela Alta, con hornacina y cuadro de cerámica, banco y pilar, ensanche de la calle para un respiro. Desde aquí, en la calle Aguilar, la casa-palacio de los Cobos, con esa rara reja en la ventana que llaman popularmente "la reja barrotada", con oración piadosa entre los hierros.
A partir de la Virgen del Pópulo la calle se llama Empedrada, casas hermosas con cancela y zaguán como la 29, azulejos que enmarcan las ventanas del piso inferior. Más abajo, la ermita de San José, procesión y falla en su fiesta a cargo de los carpinteros.
Por la calle Fernan-Gómez, a la derecha, el Santo Cristo: sigue la gente arrodillándose al pasar junto a la hornacina, siempre limpia y adornada por los propios vecinos. Por calle Pedro Crespo y Llano de la Estrella llegamos al paseo de España, simplemente El Paseo, plaza rectangular, elevado su centro y cercado por valla y bancos, los naranjos rodeando la plaza, de nuevo la cerámica en los cuidados azulejos: un buen lugar para terminar nuestro paseo y tomar unas copas, bar Caneco, hoy Casa Paco, El Ateneo, la Peña madridista y el bar del "Cara papa".
Y muy cerca de aquí, en la calle Jesús, la casa dónde nació Alejandro Lerroux, republicano radical, presidente de un consejo de ministros, el político al quien su pueblo pidió insistentemente el tren. Pero el tren no llegaría nunca. Lo que no ha impedido que este pueblo agrícola y alfarero haya llegado a un lugar primordial en la provincia. Si todo empezó del agua, de la tierra y del barro, La Rambla no pudo tener mejor comienzo.
Para que nos sirva de referencia, diremos que La Rambla contaba en 1960 con 8.799 habitantes, y en 1980 con 6.538. Actualmente, La Rambla tiene poco más de 7.000 habitantes. Concretamente a uno de enero de 1998, contaba con una población de 7.257 habitantes. La disminución de habitantes que se aprecia en las cifras anteriormente mencionadas correspondientes a las décadas de los 60 y los 70, se debe fundamentalmente a los flujos migratorios que en esos años acontecieron, cuyo destino principal fue Alemania, Suiza, Barcelona, Levante y Madrid.
Actualmente, a lo largo de los 90, la tendencia poblacional de La Rambla es ascendente, y aunque este crecimiento no sea muy significativo, lo que si que es obvio es el hecho de que los últimos padrones de habitantes demuestran un ligero aumento de la población. Los motivos fundamentales de este crecimiento son tres: en primer lugar el hecho de que haya más nacimientos que defunciones; en segundo lugar porque se ha detenido totalmente la migración; y en tercer lugar porque están volviendo parte de los que en un principio emigraron. Pero si esto fuera así el crecimiento de población debería de ser mayor. La explicación de porqué dándose estas circunstancias el crecimiento resulta tan leve hay que buscarlo en la población joven que tras cursar estudios universitarios, se ven forzados a buscar trabajo en poblaciones mayores.
La Rambla no podrá ya ser nunca un pueblo misterioso, un lugar que aparece, sin que tu lo esperases, al borde del camino. A La Rambla se llega porque se la conoce, su nombre unido ya al blanco amarillento del barro, al vidriado moderno del azul y del verde, del amarillo, el negro y el marrón. Sólo después, tras el velo colorista y tradicional de su cerámica, se descubre y se ama al pueblo.
Y a La Rambla llegamos por la N-331, desde la Cuesta del Espino a Málaga, a unos 3 kilómetros de esta carretera y a 41 de la capital. El pueblo se nos abre en la cima de un cerro suave y alargado, en plena Campiña cordobesa, donde se unen y separan las rutas del olivo, la vid y el cereal. Y a la misma entrada, comienzo de nuestro paseo, el primer signo de la modernidad y la tradición, el polígono industrial de Los Alfares: talleres del automóvil y del mármol, el trabajo de la forja con faroles y rejas, la maquinaria agrícola, la piscina municipal... Y, no podían faltar, las primeras industrias de cerámica; al frente, la de Santa Ana, con exposición abierta, en la encrucijada que va a Puente Genil y Montalbán. Es ésta zona de expansión y aquí se ha construido una escuela taller que lleva, cómo no, el proyecto de una sección universitaria de cerámica.
Junto a la industria que traen los nuevos tiempos, la vieja producción del aceite y del vino, afamado este último, con la denominación de origen Montilla-Moriles, representado aquí también por las bodegas Sillero, Hnos. Lucena, Agüera y Santa Gertrudis. En medio de las dos primeras, la cooperativa aceitera de Nuestro Padre Jesús Nazareno.
Seguimos la carretera y circulamos por la Carrera Baja. A la derecha, la fábrica de harinas San Lorenzo, altas torres cilíndricas, cárceles faraónicas que almacenan el cereal entre las paredes de cemento de sus silos. Ya se divisa desde aquí, no muy lejana, la torre de las Monjas, y a la izquierda, en la distancia, asoma apenas la torre de la parroquia de la Asunción. Frente a la fábrica de harinas, la plaza del Pilarillo o del Pilar, antiguo pilón o abrevadero a las afueras, ahora de piedra artificial, antesala de un barrio reciente, las Casas Nuevas, con sus calles simétricas y nombres de pintores, de poetas, de músicos y artistas.
Y sobre todos ellos, el recuerdo y el nombre de Alfonso Ariza, polifacético y total, a quien su pueblo ha dedicado una casa-museo con su nombre y su obra, rica y plural, legada por él a su Ayuntamiento. Frente a este barrio, la discoteca Murgis, nombre que evoca y nos recuerda el que pudo tener La Rambla en tiempo de los túrdulos.
Sigue y sigue esta calle larga y vamos conociendo, a la derecha, la caseta municipal, el Centro de Salud, las naves donde se celebra una gran exposición de alfarería en la feria del pueblo, la casa-cuartel de la Guardia Civil y, ya al final, casi en la esquina, la torre del antiguo convento de la Consolación o torre de las Monjas, torre hoy solitaria, del siglo XVIII, que levanta su fuste largo de ladrillo tallado, sobre todo en su segundo cuerpo de campanas, cuadrangular su base y rematado airosamente todo el conjunto por un templete octogonal, veleta y pararrayos donde termina la perfecta verticalidad de esta atalaya.
Frente a la torre de las Monjas, al final de la Carrera Baja, doblamos a la izquierda por la calle Consolación. Vamos buscando la iglesia y el convento de los Padres Trinitarios, los antiguos Redentores Descalzos, en el ensanche que todos conocen con el nombre de Llanos del Convento. La calle Consolación es calle empinada como la que rodea al convento por la parte posterior, la Cuesta de los Frailes, y en las fachadas de sus casas la variopinta y multicolor decoración de los azulejos nos hace recordar la portada tradicional de las casas del pueblo, dos ventanas bajas, dos arriba simétricas y, encima de la puerta, balconada central con la reja que la envuelve y la cierra.
La iglesia y el convento se construyeron a principios de siglo XVI y fue monumento grande e importante, el principal de la provincia trinitaria en tierras andaluzas, según cuentan las crónicas. Aquí estuvo Cervantes y aquí oía sus misas durante el tiempo que le duró su cargo de cobrador de impuestos y alimentos para la Armada Real. Aquí también su salvador, fray Juan Gil, el trinitario que lo rescató en Argel de las manos del turco. Aquí reyes y reinas, infantes y políticos en los años revueltos de las Cortes de Cádiz. Hoy la fachada del convento está en ruinas, hileras de ventanas nos hablan de una comunidad que debió ser numerosa, sencilla puerta principal tachonada de clavos grandes en estrella. Y tras la puerta, columnas y pilares en el suelo, el abandono y la soledad. A veces resulta ya demasiado tarde rescatar y dar vida de nuevo a lo que fue motor y brillo de un lugar y hoy sólo la leyenda o tradición, historia almacenada en los archivos.
La iglesia del convento merece visitarse. Tiene jaspe rojizo y columnas de mármol negro en el altar mayor, rica imaginería policromada de la escuela sevillana y granadina, la huella de Martínez Montañés en el Niño Jesús de calamina, el Nazarenito, como lo llaman en el pueblo, el bello retablo del Sagrario, rococó del XVIII, Santa Lucía, la pintura en cristal de la Virgen de Belén. Y sobre todas, la imponente figura del Cristo de la Expiración, hoy en el altar mayor de la iglesia parroquial. Nadie puede olvidar que tan valiosa imagen estuvo en esta iglesia trinitaria y, en la Semana Santa, todos los Viernes de Pasión, se producía el encuentro del Cristo y de su Madre frente a los muros de este templo.
Junto al convento, las adelfas, las yucas, los rosales, otra placita arreglada y limpia con sus naranjos, palmeras y arriates. Al fondo, el antiguo solar de la Casa del Pueblo y las escuelas de la Inmaculada, colegio de niñas cuando aún nadie hablaba de coeducación. A la izquierda, la calle de las Flores, calle en ángulo recto, con dos arcos al fondo, sombra y frescor los días del verano. Hoy sólo conserva de otros tiempos mejores las alcayatas para las macetas, rastros de enredaderas que debían componer artesonados de verdor de una pared a otra, casitas de pequeño zaguán que guardan, a la izquierda, las típicas jarritas de La Rambla, jarras tradicionales de cuatro picos, el barro puro y blanco, sin decorado alguno. Volverá la calle a los colores y a las flores; sólo se necesita una mejor conservación del muro a la derecha, ahora descuidado y de espaldas a ester rincón tan típico.
Saliendo de esta calleja, a la derecha, la calle nos llevará a los espléndidos Jardines de Andalucía, antiguas escombreras y laeras, terraplenes hoy felizmente recuperados para el descanso. Nosotros doblaremos a la izquierda, por la calle Iglesia. Desde aquí, la torre del Castillo, la iglesia parroquial, el Ayuntamiento, el Hospital. En el comienzo de la calle ya es posible admirar el enorme caserón que hoy forman las casas 28 y 26, que aún continúan por la 24 y 22 doblando en el rincón por la calle Cervantes. Estamos en el lugar que llaman de los poyos, alto desnivel con maceteros, hermosas arquerías cegadas en la parte superior de las casas, rejas de fundición y balconada, cristaleras al fondo, tras la puerta, cancela con artística reja, variedad de enrejado en toda la fachada, hermoso conjunto ahora dividido en diferentes casas.
Muy cerca la torre del Castillo, torre del homenaje de la vieja fortaleza árabe que hubo en el pueblo, fuertes muros de argamasa y almendrilla, planta cuadrada y altura actual de 18 metros. Desde el interior se pueden adivinar sus dos plantas hundidas, su robustez y enorme altura primitiva. El castillo y sus murallas debieron constituir el núcleo primero de la población; de aquí creció hasta las zonas más elevadas del Calvario y desde aquí hicieron guerra contra el rey, ya en época cristiana, los señores Gonzalo y Fernando González de Aguilar. El viejo torreón pertenece hoy al Ayuntamiento y es de esperar sea conservado y destinado a usos culturales para su protección.
Desde esta torre sin corona, a la iglesia parroquial de la Asunción. A esta hora del mediodía el templo está desierto, pero te prende pronto el barroco y la talla del Cristo de la Expiración, el instante final de la agonía, el tiempo de la muerte. La iglesia primitiva se remonta a la Reconquista, aunque reformada después en el XVI y el XVIII. Tiene tres naves sustentadas en pilastras y arcos de medio punto, bóvedas de aristas en las laterales y de medio cañón en la central.
En la penumbra salpicada de flores del altar mayor una mujer se mueve despacito, diluida entre las sombras. Es Julia, la señorita Julia, muy popular en este pueblo, toda una vida dedicada a los demás y a la parroquia. En la entrada del templo se recuerda que en el 91, el domingo 29, casi finalizando el año, el Papa le concedió título de benemérita, y el propio obispo vino para entregárselo delante de sus amigos y paisanos.
"El día anterior no quisieron que viniera yo a adornar el templo. Me lo dijo don Juan: Tú te quedas en casa. Y me dieron la sorpresa, vaya si me la dieron. Todo resplandecía como en los días de fiesta grande" - nos dice Julia, fresco aún el recuerdo de este acontecimiento.
Salimos de la iglesia y buscamos su fachada principal en la popular plaza de la Cadena. La plazoleta es un bello rincón donde refulgen la bella portada plateresca, la torre de ladrillo y esa palmera solitaria, apunte también ascensional en este conjunto artístico y sagrado. La portada pertenece al plateresco cordobés, abundantes y ricos los elementos decorativos, fusión de un gótico tardío de agujas y pináculos y un renacimiento presente en todo el monumento. La torre se estira en un primer cuerpo liso separado del cuerpo de companas por cornisa de piedra, todo el conjunto rematado por un templete que termina en un airoso capitel en forma de pirámide hexagonal. Muy cerca, el hospital del Santísimo Cristo de los Remedios, dos patios hermosísimos, zócalos de azulejos, lugar de cobijo y de reposo para la tercera edad.
Desde la plaza de la Cadena, calle Silera al frente y el mercado de abastos, nos vamos a la izquierda hacia la plaza de la Constitución, bellos jardines junto al Ayuntamiento y los juzgados. En el centro, una palmera y, rodeando su tronco, una jaula donde saltan pajarillos tropicales y periquitos. Coronando la jaula, un palomar.
Esto es el "jardín de los Pajaritos"-me dice Juan Cañete, alguacil, que charla aquí animadamente con sus vecinos-. Los juzgados fueron primero iglesia y luego Ayuntamiento. Los sótanos, grandes y profundos, están bajo el suelo de este jardín.
Al lado del juzgado, el confortable Hogar del Pensionista y el edificio de usos múltiples con salón de actos y biblioteca.
Paseamos por los jardines, dos fuentes de cerámica con las jarritas típicas nos hacen recordar que estamos en tierras de alfareros y de artistas, adornados los bancos con jarrones también fabricados aquí. Juan Cañete sigue hablando de historia, nos quiere demostrar sus conocimientos:
El Ayuntamiento actual fue antiguo granero, salón del pósito. Aquí se guardaba el trigo y se cobraban los impuestos. ¿Sabía usted que Cervantes estuvo aquí recogiendo grano y cobrando tributos para el ejército?
Y uno recuerda estos pasajes del ilustre escritor, sus viajes por caminos y pueblos requisando el trigo y el aceite, la inevitable cárcel, quizá la génesis del Quijote en esta época de trotamundos, conocedor de ventas y posadas, conversador con todo tipo de gentes y de clases sociales.
Desde este jardín alegre y sombreado de los Pajaritos, pasado el Ayuntamiento, doblamos a la derecha por la calle San Sebastián. Allí, casi en la esquina con la calle Bachiller, está el taller de cerámica Guadalquivir de Leonardo Pedraza Jurado. En las naves se exhiben las piezas ya acabadas, se trabaja manualmente en el esmalte y los colores, a un lado los tornos y los hornos eléctricos y de propano.
-"Mi padre era alfarero", dice Leonardo. Se estableció aquí en el 36. Era cantanero, Francisco el Cantanero, y hoy tres hermanos somos alfareros. Antes se vidriaba poco. Sólo se hacía el botijo blanco, el dornillo, la jarra de cuatro picos, la botella, la botija aplanada para el carro o la caballería, las jarras para el agua y para el vino.
-Pero los tiempos han cambiado.
-Han cambiado mucho. La cerámica pàra uso doméstico casi ha desaparecido, no del todo, porque todavía hay alfareros que se siguen dedicando a los botijos. Pero la mayoría hacemos ya cerámica ornamental. También ha cambiado mucho la maquinaria. Antiguamente se utilizaban hornos morunos alimentados con leña de olivo, madera de carpintería y paja, muy importante para el color banco del botijo rambleño. Ahora el de propano se utiliza para el bizcocho o primera cochura, a unos 1.040 grados, y el horno eléctrico para el vidriado a unos 980 grados.
-¿Y cómo ven el futuro?
-Creo que se ha tocado techo. Hay que abrir nuevos mercados. Se ha venido celebrando una exposición en los días de feria. Pero es una exposición de fiesta y de premios a la mejor pieza. Las exposiciones deben ser permanentes y hacer una de tipo comercial a principios de temporada, a partir de enero, que es cuando llega el comprador a La Rambla para luego vender la mercancía en el verano. Y hay que crear una escuela taller para encontrar un estilo propio, porque tenemos una mezcla de estilos sevillano, granadino, de Talavera, etc.
Frente al taller de Leonardo está el de su hermano Bartolomé Pedraza. Su propietario está sentado a su torno tradicional de alfarero artesano. Sus pies mueven el eje con habilidad de años y de genes, y sus húmedas manos se adaptan a la arcilla de la que surgen formas nuevas.
-Yo trabajo mucho los cántaros y las macetas vidriadas. Mi padre trabajaba los cántaros tradicionales, la cantería del Manoplas la llamaban. Debía ser por sus grandes manos, digo yo.
-¿Y ese barro?
-Aquí hay un barro rambleño, siempre lo ha habido cerca del pueblo. Se traía hasta las pilas, se amasaba con los pies y luego se almacenaba, ya sin agua, en una habitación del taller. Ahora se utilizan otros barros: el de Manises, que ya se fabrica aquí, el barro rojo de Gerona, que se usa poco, y el murciano, que no se puede vidriar. Hay un barro para el trono y otro barro para el collage o piezas hechas con molde.
Dos hermanos, dos fases diferentes de la alfarería: la modernidad, el empuje empresarial y técnico de Leonardo, y el taller de Bartolomé, donde se conjugan tradición y vidriado, el torno primitivo, todavía el íntimo contacto de la mano y el barro, las líneas creciendo entre los dedos, el movimiento circular de las viejas máquinas, los grandes macetones en verde y en azul.
Desde los talleres retrocedemos por San Sebastián, para tomar la calle Ancha: al fondo, la espadaña de la ermita de la Concepción, abierta el día de Santa Ana. Por la calle El Palo llegamos a la plazuela de San Lorenzo, patrono de La Rambla, con imagen moderna del mártir, obra de la escultora Carmen Osuna Luque. Vamos buscando el Calvario, subiendo largas calles en cuesta. Antes de doblar por Olivar, al frente. la calle Saltaella, donde se encuentra la casa-museo del artista local Alfonso Ariza. Ya en la calle Olivar, la casa 79 es casa antigua que, irremediablamente, pronto desaparecerá y, con ella, la original rejería de sus ventanas. La número 57 es ya casa remozada pero sigue conservando la típica disposición. Muy cerca, el taller de la Radio local, y en la calle del Campo, la casa de Correos. Por aquí sube Nuestro Padre Jesús Nazareno el Viernes Santo, por la mañana, partiendo de la iglesia conventual del Espíritu Santo. Sube la imagen y recorre de nuevo su camino tradicional, a través del parque del Calvario; a la derecha, el Polideportivo, y a la izquierda, el instituto de BUP Tierno Galván.
A la entrada del parque, a la derecha, en pendiente pronunicada, el camino que lleva a la fuente del Abad, la fuente l’abá, como la llama el pueblo, gran explanada para el recreo, agua abundante y fresca en los pilares, antiguos lavaderos, romería a este lugar el día de San Isidro, peroles y meriendas, siempre corriendo el agua al olor y a la sombra de los eucaliptos.
Entramos en el parque para visitar la ermita del Calvario, la ermita de la Virgen de las Angustias y el Cristo de la Humildad. Pasean los viejos por el albero del parque, los rodean chiquillos en triciclo y bicicletas. La ermita, en alto, está cuidada, arriates y flores, se rompe la armonía del conjunto por la seta invertida de los cercanos depósitos de cemento.
Desde la ermita, cruzando la carretera de circunvalación, nos vamos a la calle del Espíritu Santo, donde se encuentra el convento de las monjas, la iglesia que guarda a Jesús Nazareno, la talla que hiciera el famoso escultor Juan de Mesa a principios del siglo XVII.
Bajando por la calle del Espíritu Santo, a la derecha nos encontramos un rincón pintoresco: la plazuela de la Virgen del Pópulo, Plazuela Alta, con hornacina y cuadro de cerámica, banco y pilar, ensanche de la calle para un respiro. Desde aquí, en la calle Aguilar, la casa-palacio de los Cobos, con esa rara reja en la ventana que llaman popularmente "la reja barrotada", con oración piadosa entre los hierros.
A partir de la Virgen del Pópulo la calle se llama Empedrada, casas hermosas con cancela y zaguán como la 29, azulejos que enmarcan las ventanas del piso inferior. Más abajo, la ermita de San José, procesión y falla en su fiesta a cargo de los carpinteros.
Por la calle Fernan-Gómez, a la derecha, el Santo Cristo: sigue la gente arrodillándose al pasar junto a la hornacina, siempre limpia y adornada por los propios vecinos. Por calle Pedro Crespo y Llano de la Estrella llegamos al paseo de España, simplemente El Paseo, plaza rectangular, elevado su centro y cercado por valla y bancos, los naranjos rodeando la plaza, de nuevo la cerámica en los cuidados azulejos: un buen lugar para terminar nuestro paseo y tomar unas copas, bar Caneco, hoy Casa Paco, El Ateneo, la Peña madridista y el bar del "Cara papa".
Y muy cerca de aquí, en la calle Jesús, la casa dónde nació Alejandro Lerroux, republicano radical, presidente de un consejo de ministros, el político al quien su pueblo pidió insistentemente el tren. Pero el tren no llegaría nunca. Lo que no ha impedido que este pueblo agrícola y alfarero haya llegado a un lugar primordial en la provincia. Si todo empezó del agua, de la tierra y del barro, La Rambla no pudo tener mejor comienzo.
Para que nos sirva de referencia, diremos que La Rambla contaba en 1960 con 8.799 habitantes, y en 1980 con 6.538. Actualmente, La Rambla tiene poco más de 7.000 habitantes. Concretamente a uno de enero de 1998, contaba con una población de 7.257 habitantes. La disminución de habitantes que se aprecia en las cifras anteriormente mencionadas correspondientes a las décadas de los 60 y los 70, se debe fundamentalmente a los flujos migratorios que en esos años acontecieron, cuyo destino principal fue Alemania, Suiza, Barcelona, Levante y Madrid.
Actualmente, a lo largo de los 90, la tendencia poblacional de La Rambla es ascendente, y aunque este crecimiento no sea muy significativo, lo que si que es obvio es el hecho de que los últimos padrones de habitantes demuestran un ligero aumento de la población. Los motivos fundamentales de este crecimiento son tres: en primer lugar el hecho de que haya más nacimientos que defunciones; en segundo lugar porque se ha detenido totalmente la migración; y en tercer lugar porque están volviendo parte de los que en un principio emigraron. Pero si esto fuera así el crecimiento de población debería de ser mayor. La explicación de porqué dándose estas circunstancias el crecimiento resulta tan leve hay que buscarlo en la población joven que tras cursar estudios universitarios, se ven forzados a buscar trabajo en poblaciones mayores.
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